Letras libres(España)
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Un siglo después seguimos buscando explicaciones para la guerra que transformó Europa por completo y que se dio en un contexto de aparente armonía entre países. Porque “la historia nunca se repite, pero rima”, MacMillan describe la temperatura de los primeros años del siglo XX para corroborar cuánto se parece aquel mundo al de hoy en día.
A principios de este año estaba de vacaciones en Córcega y, paseando, acabé por entrar en la iglesia de una pequeña aldea en las colinas, donde encontré un monumento conmemorativo a los muertos de la Primera Guerra Mundial. De una población que no pudo ser de más de ciento cincuenta personas, ocho jóvenes, entre los cuales solo había tres apellidos distintos, habían muerto en el conflicto. Listas así pueden encontrarse en toda Europa, en grandes ciudades y pequeños pueblos. Hay homenajes parecidos en el resto del mundo, porque la Gran Guerra, como fue conocida hasta 1940, también arrastró a soldados asiáticos, africanos y norteamericanos.
La Primera Guerra Mundial aún nos persigue, en parte por la inmensa escala de la matanza: diez millones de combatientes murieron y muchos más resultaron heridos. Un número incontable de civiles perdió también la vida, fuera en acciones militares, por hambre o por enfermedad. Se destruyeron imperios y se arrasaron sociedades enteras.
Pero hay otra razón por la que la guerra sigue persiguiéndonos: todavía no nos hemos puesto de acuerdo en por qué tuvo lugar. ¿La provocaron las arrogantes ambiciones de algunos de los hombres que detentaban el poder entonces? El káiser Guillermo II y sus ministros, por ejemplo, querían una Alemania más grande y con alcance global, y para ello retaron la supremacía naval de Gran Bretaña. ¿O reside la explicación, más bien, en la competición entre ideologías? ¿Rivalidades nacionales? ¿O en el puro y aparentemente imparable impulso del militarismo? Mientras la carrera armamentística se aceleraba, los generales y almirantes hacían planes que se tornaban más agresivos y más rígidos. ¿Hizo eso inevitable la conflagración?
¿O no habría tenido lugar si un acontecimiento azaroso en un atrasado lugar del Imperio austrohúngaro no hubiera prendido la mecha? En el segundo año del conflicto que abarcó la mayor parte de Europa circulaba un chiste: “¿Has visto el titular de hoy? ‘Encuentran con vida al archiduque: la guerra fue un error’.” Esa es la explicación más desalentadora de todas: que la guerra fue simplemente una metedura de pata que podría haberse evitado.
La búsqueda de explicaciones empezó casi tan pronto como las armas abrieron fuego en el verano de 1914 y no se ha detenido desde entonces. Los académicos han peinado archivos de Belgrado a Berlín en busca de las causas. Solo en inglés, se han publicado unos 32 mil artículos, tratados y libros sobre la Primera Guerra Mundial. De modo que cuando un editor británico me invitó a comer un maravilloso día de primavera en Oxford hace cinco años y me preguntó si me atrevería a probar suerte con uno de los mayores rompecabezas de la historia, mi primera reacción fue un firme no. Pero luego no podía dejar de pensar en esta pregunta que ha perseguido a tantos. Al final, sucumbí. El resultado es un libro más: 1914. De la paz a la guerra, mi esfuerzo por entender qué pasó hace un siglo y por qué.
Lo que me motivó no fue solo la curiosidad académica, sino también una sensación de urgencia. Si no podemos determinar cómo sucedió uno de los conflictos más trascendentales de la historia, ¿cómo podemos tener la esperanza de evitar una catástrofe parecida en el futuro?
Echemos un vistazo a los conflictos existentes y potenciales que dominan las noticias hoy. Oriente Medio, compuesto en buena medida por países que obtuvieron sus fronteras presentes como consecuencia de la Primera Guerra Mundial, es una de las muchas zonas del mundo que se encuentra en un estado de agitación, y hace décadas que lo está. Ahora hay una guerra civil en Siria, que ha despertado el espectro de un conflicto mayor en la región y, además, ha perjudicado las relaciones entre las grandes potencias y puesto a prueba sus habilidades diplomáticas. La utilización por parte del régimen de Bashar al-Asad de gas venenoso –un arma que se utilizó por primera vez en la guerra de trincheras de 1914 y luego fue prohibida porque la opinión mundial la consideraba bárbara– casi precipitó la intervención aérea estadounidense. El comentario a estos acontecimientos ha estado repleto de referencias a las armas de ese lejano agosto. Del mismo modo que los legisladores descubrieron entonces que habían iniciado algo que no podían parar, el verano pasado nos temimos que esos ataques aéreos pudieran llevar a un conflicto más amplio y duradero de lo que nadie en el gobierno del presidente Barack Obama podía prever.
El centenario de 1914 debería hacernos reflexionar de nuevo sobre nuestra vulnerabilidad al error humano, las catástrofes repentinas y el simple accidente. Así que tenemos buenas razones para echar un vistazo a nuestra espalda incluso cuando miramos hacia adelante. La historia, dijo Mark Twain, nunca se repite, pero rima. El pasado no puede proporcionarnos planes para saber cómo actuar, porque ofrece tal multitud de lecciones que tenemos la opción de escoger aquellas que encajan con nuestras inclinaciones políticas e ideológicas. Con todo, si podemos ver más allá de nuestras anteojeras y tomar nota de los reveladores paralelos entre entonces y ahora, las formas en las que nuestro mundo se parece al de hace cien años, la historia nos da valiosas advertencias.
Las promesas y los peligros de la globalización, entonces y ahora
Aunque la era inmediatamente anterior a la Primera Guerra Mundial, con su iluminación a gas y sus carruajes tirados por caballos, nos parece muy lejana y pintoresca, es similar en muchos sentidos –con frecuencia de una manera inquietante– a la nuestra, como revela una mirada bajo la superficie. Las décadas que llevaron a 1914 fueron, como nuestro tiempo, un periodo de grandes cambios y trastornos que quienes los vivieron consideraron inéditos en velocidad y escala. El uso de electricidad para iluminar las calles y las casas se había extendido; Einstein estaba desarrollando su teoría general de la relatividad; nuevas ideas radicales como el psicoanálisis empezaban a ganar aceptación, y se afianzaban las raíces de ideologías depredadoras como el fascismo y el comunismo soviético.
La globalización –en la que tendemos a pensar como un fenómeno moderno creado por la generalización de los negocios y las inversiones internacionales, el crecimiento de internet y la amplia migración de personas– era también característica de esa era. Hecha posible por los muchos cambios que estaban teniendo lugar en ese momento, significaba que incluso partes remotas del mundo estaban siendo conectadas por medios nuevos de transporte, de los ferrocarriles a los barcos de vapor, y por nuevos medios de comunicación, incluidos el teléfono, el telégrafo y la radio. Entonces, como ahora, se estaba produciendo una inmensa expansión del comercio y la inversión globales. Y entonces como ahora nuevas oleadas de inmigrantes llegaban a países extranjeros: indios en el Caribe y África, japoneses y chinos en Norteamérica y millones de europeos en el Nuevo Mundo y las antípodas.
Tomados en su conjunto, todos estos cambios eran ampliamente considerados, especialmente en Europa y América, una clara prueba del progreso de la humanidad. Y sugerían a muchos que al menos los europeos estaban suficientemente interconectados y eran demasiado civilizados para recurrir a la guerra como sistema para solventar disputas. El crecimiento de la ley internacional, las conferencias de desarme de La Haya de 1899 y 1907 y el creciente uso del arbitraje entre naciones (de los trescientos arbitrajes entre 1794 y 1914, más de la mitad tuvieron lugar después de 1890) tranquilizaron a los europeos con la reconfortante creencia de que habían dejado atrás la barbarie.